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Y siendo mexicanos ¿Cuándo renunciamos al problema?

El problema de la política en México abarca tanto y se han generado tantos aristas que es muy complicado saber a ciencia cierta qué es lo que está mal con nosotros. Digo nosotros, porque pertenecemos a esta basta comunidad que compone más de 100 millones de habitantes y con la que compartimos cultura, tradición, lenguaje, símbolos y actitudes que no se encontrarían juntas en otro individuo de otra comunidad por muy similar que ésta fuera. Nuestros elementos que crean identidad y que logran orgullo, unión y gusto están muy contrastadas con los otros elementos negativos que nos componen. La alegría con humor negro, el trabajo con mezquindad, la organización con corrupción, la esperanza con la indiferencia, la inconformidad con los vituperios, la justicia con la violencia, la resistencia con la crueldad, el valor de nuestro espacio territorial con la distinción que se busca en el reconocimiento de los otros territorios, a costa de la venta, apropiación o explotación para mantener el sentido de “progreso” que nosotros mismos nos hemos tragado, en aras de parecernos a quienes pensamos que están mejores que los que aquí nos tocó vivir.

Todo este contraste, con todo el análisis que podemos y seguiremos creando no da para considerar a qué nos estamos enfrentando con el momento que nos rebasó hace años. Pensarían algunos que este terror de Estado, esta inmundicia por no sabernos gobernar proviene de apenas 30 años, otros tal vez más informados o viejos dirán de más de 50 años, y muy pocos, aquellos que hemos buscado en lo recóndito de nuestra Historia, nos hemos dado cuenta que nuestro terror anclado al error proviene de más de 300 años.

Puede que las últimas palabras sean injuriosas, arriesgadas, hasta inapropiadas, pero la noción de lo “correcto”y lo “políticamente correcto” está olvidado, llegando al grado de lo absurdo, de lo inaudito, de lo inhumano, de lo vil, y te diré por qué:

Nuestra forma de gobierno que hemos aprendido dócilmente a aceptar, tan sólo hablando de los casi 30 años de vida que me componen, se han caracterizado por una palabra que ha sido unida al término política: Corrupción. La corrupción, en su sentido más cercano, es el mal uso y abuso del poder público para beneficio de unos cuantos, que justo esos cuantos, son los que ostentan el poder público. Si pensamos en su origen, corrupción significa en latín “con romper”, o sea, “hacer pedazos.

La corrupción genera desconfianza, una desconfianza que está latente en todos los que nos hemos deslindando de la política pública. Nuestros políticos, han sido caracterizados como los individuos más despreciables de nuestra sociedad, al grado de ni siquiera verlos como ciudadanos pertenecientes a nuestra comunidad, y aquí es donde la pregunta es inevitable: si por ser políticos no son parte de nuestra sociedad por sus níveles de corrupción y desconfianza entonces, ¿de dónde provienen?

Hemos generado una mala idea del origen del político, nos olvidamos de dónde vienen, (y más peligroso) y donde están. Sólo nos interesa qué están haciendo si aún se encuentran en un cargo.

El político proviene de nosotros, de ustedes y de mí, de cualquier persona que vean pasar por la calle, aún cuando en algunos casos sus familias provienen de un linaje de cargos públicos, empezaron sus parientes también como simples ciudadanos, y deberían seguir siendo “simples”, pero lo cierto es que hoy los vemos ya no como simples ciudadanos, sino como políticos sin ser ciudadanos. Ya no los vemos en las calles, ni como ustedes ni como yo. Les hemos conferido una idea de ser superiores, o inferiores; superiores por el poder que les concedemos, o inferiores por el detrimento del que hacen uso en su ejercicio del poder.

Al ser ciudadanos que se vuelven políticos, infiero que al llegar al poder, se muestran como la gran mayoría de nosotros seríamos si ostentáramos un cargo. Recuerdo que antes, la figura del presidente y del candidato a la presidencia era un honor por el sentido de la competencia que se genera para lograr llegar a ese nivel. Pensaba que un candidato tenía que tener conocimientos tan extraordinarios en materia política, cultural, social, histórica, de Derecho y hasta de ciencias exactas. El tiempo y mi discernimiento me han hecho ver que el presidente es una imagen elaborada para crear un objeto que sea visible a los intereses de los que en verdad manejan y organizan este país. Desde Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y ahora con el muy pintoresco personaje Peña Nieto, todos ellos, servidores que ostentaron el más alto rango de poder de éste país (eso creía yo), sólo se mantenían ahí por 6 años. En esos 6 años, las promesas y las visiones de progreso se reducían a este lapso de tiempo tan corto, y volver a empezar al terminar el sexenio.

Durante esas transiciones de gobierno de poco más de un lustro, se encontraban los candidatos “del cambio”; Cárdenas, y luego Cárdenas, y una vez más… Cárdenas; y después Obrador, y luego Obrador y… ¡¡Oh Sorpresa!!, volverá a ser Obrador.

Aquí fue cuando comencé a darme cuenta, con ellos y con las grandes lecturas de historiadores, politólogos, filósofos, poetas, sociólogos y escritores, que muchos de ellos sin haber sido parte de mi idiosincrasia mexicana, coincidían en los errores y vicios que aquejan a la forma de organizarnos. Algunos más arriesgados y hasta póstumos, encontraron la simulación de hacernos creer que está en nosotros el saber elegir lo que es mejor para la mayoría. Y con el tiempo, y las evidencias históricas y teóricas que formulé, finalmente, entendí.

Esta nación, que ha visto tanta sangre, inocente o culpable -depende quien lo vea- no difiere en las otras naciones que han visto sus sueños de cambio y de desarrollo en los crímenes que ellos mismos se han creado. El cambio es inevitable, incluso el cambio en una nación saludable. Nuestros temores, problemas e ideales son reflejo de nuestro crecimiento emocional y racional de la circunstancia que nos encontramos. Aún cuando en otros lugares otras personas han logrado cambios considerables en su forma de vivir y de ver la vida, seguimos como humanos generando tanto dolor y destrucción por el odio y la
ignorancia que nos aqueja por la mala conceptualización de nuestro entorno. El gran problema a tratar como humanidad es simple, y a su vez, tan complicado: la falta de empatía.

Digo empatía, porque aún tenemos estigmas y dogmas que ni siquiera se han cuestionado, como el concepto de “patria”, “raza”, “género”, “identidad” (conceptos que aíslan, segregan, separan).

Aún tenemos necesidad de sentirnos parte de algo que se diferencie de los otros por la sensación de indefensa que nos provoca no ser parte de nada. Vemos a toda nuestra humanidad como un binomio entre los buenos y los malos, y es claro, que queremos pertenecer a los buenos.

Pero ¿Quiénes son los buenos? ¿Quiénes son los malos? Si pudieramos realmente diferenciarlos ¿Qué haríamos con los malos? ¿Que hariamos siendo buenos? ¿Acaso podemos segregar a los malos y quedarnos con los buenos? ¿No llegaría el punto en el que los buenos se empiecen a convertir en malos en la mirada de la mayoría que quienes nos consideramos buenos?

¿Quién es el malo en México? ¿El político? ¿El empresario, el polícia, el delincuente, el incendiario, el extranjero, el demente?

Se los voy a confesar: El malo, soy yo. Porque yo conformo a esta idea que llamamos nación, soy yo el que desapareció a los 43 estudiantes de Ayotnizapa, soy yo el que votó por cada uno de los pusilánimes sin nombre que se ostentan como presidentes, soy yo el que asesinó a las mujeres en Juárez, soy yo el violador de tantos casos sin encontrar culpable, soy yo el que robó a los que inocentemente creyeron en las instituciones financieras, soy yo el mentiroso de los medios, soy yo el corrupto del partido; yo soy el mal de este pueblo, porque este pueblo, me pertenece, y le pertenezco.

Con todo esto, no podría omitir la responsabilidad de todos aquellos que me ayudaron en esas proezas, tantos con nombre y muchos más sin nombre, ¿Y qué haré con ellos? ¿Cómo decidiré castigarlos? ¿Arrestándolos por tiempo definido, indefinido, a negociar, basado en su buena conducta? ¿Matándolos, de las mismas formas que mataron a nuestros niños, a nuestros estudiantes, a nuestras mujeres, a nuestros guerreros?

No… no se merecen tan benévolo edicto. Si me lo preguntan, y si pudiera castigarme a mí mismo, el castigo sería caer en la ignominia de mis más allegados; de mis hijos, de mis padres, de mis hermanos, de mi pareja, de mi persona. En la vergüenza de pasar por cada cada calle y pedir perdón y pena, en ser el que arregle las casas, las calles, las colonias, las instituciones, las cárceles y las comunidades indígenas con mi sudor, con mis labor, ya sea barriendo, construyendo, limpiando, arreglando, sirviendo; y después, si aún quedan rasgos de venganza, que los perjudicados directamente, se encierren con nosotros, y decidan qué hacer con nuestros cuerpos, ya sea con nuestra libertad, o con nuestra vida.

Termino mi escrito, con una anécdota que me ha marcado la vida para saber cuál sería el castigo que merecerían estos ciudadanos, que yo permití, y que yo serví, para que estuvieran donde están. Tuve la oportunidad de platicar con un albañil que se encontraba desayunando junto a mi lado, hablábamos de lo mal que está la situación, el gobierno y sus representantes. Comenzamos a preguntarnos cuál sería la mejor forma de castigo para tal acto de injusticia con el pueblo al que pertenecen, y él, con la más inteligente y apropiada expresión que jamás haya escuchado, dijo:

“El día que los enjuiciemos, a todos ellos, los fusilaremos con balas de cagada”

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Axel Andonaegui

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