Café
Creo que cuando nací, me cambiaron. No es que no me haya parecido a mis padres. Cuando era niño, decían que mi mamá era mi hermana, y que era idéntico a mi padre.
Creo que nací de un árbol. Estaba envuelto entre una pulpa exquisita, fresca. Mi piel, debió sin duda ser rojiza. Seguro que sí.
Yo era un café. De alguna manera tuve que convertirme en humano, tomando sus fortalezas y debilidades. Pero mi espíritu, es el del café. ¿Por qué creo esto?
Cada día, al despertar, debo tomar una taza humeante de café. Cargado. Está en mi sangre. De niño, nunca me enseñaron que lo primero, antes aun de dar los buenos días, era tomar una humeante taza de café, cargado. No. Además, cuando tomé mi primer taza de café estaba solo. Me había quedado estudiando algunas horas, y mi cuerpo, de manera autómata, sin darme cuenta, puso el agua a hervir, sacó el tarro del café –de grano- y me preparó –me preparé--, un delicioso café. No fue sino hasta mucho tiempo después que noté eso.
Cuando yo tenía 14 años, no iba tan a menudo al cine como a la cafetería. Mis mejores amigos eran Kundera, Goethe, entre muchos otros. Y siempre, mi compañera, una deliciosa taza de café. Crecí, y mi esposa no acostumbraba tomar ninguna clase de café. Según me dijo estaba contraindicado por el médico, pero en realidad es que jamás le había gustado. Hoy, compartimos nuestro tiempo con un café.
¡Hasta cuando nos peleamos mi esposa y yo, ahí ha estado mi compañera! Ella me ve con su gran único ojo, deja que la tome por la oreja, y me planta un beso en los labios… con sabor a café.
Seguro, que de bebé me cambiaron. Hoy, esa taza de café, aunque cambie de forma, parece mi hermana, y no se separa, y me cuida. Y de noche, si no quiere dormir, me acompaña a hacer travesuras.